Estos días estoy aprendiendo que “el momento justo” no existe tal y como lo tenía ideado en mi mente. No se alinean los astros y se abre una brecha en mi día para que algo que llevo tiempo queriendo hacer por fin tenga cabida en mi día.
Por ejemplo, hace tiempo que quiero empezar a hacer yoga. Si contemplo la opción de hacerlo en casa, siempre me surge una serie de pensamientos: “¿dónde lo voy a hacer? ¿hace mucho frío en casa para hacer yoga, no? ¿qué video voy a poner? ¿cómo voy a saber si lo hago bien?”. Y luego, me autoconvenzo de que quizá es mejor ir a un sitio donde hagan yoga, y surge una nueva ráfaga de pensamientos: “hoy no voy a la clase de prueba que no me viene bien, ya si eso mañana; uy, qué pereza salir de casa; ¿cómo va a ser el sitio?, ¿y si hoy no es el día? ¿por qué tengo que hacer yoga?”. Y así, una vez tras otra.
Y no solo con el yoga. También con meditar cada día en algún momento. O en dedicar un rato a dibujar para crear y divertirme. O en regar a las plantas. O en ir a comprar o en dar un paseo de 20′ para airear la mente.
Siempre espero el momento perfecto para hacer las cosas y este momento nunca llega. Espero que las condiciones de afuera me faciliten la decisión interna, y creo que lo hago completamente al revés de lo que debería estar haciéndolo.
Estoy comprendiendo que el momento perfecto nace de adentro, y no de afuera. Y que ese momento justo e ideal no existe cómo tal, sino que tengo que crearlo. Tengo que tomar la decisión desde el amor (y no desde el miedo), y hacerle espacio.
Si quiero hacer yoga, estiro mi esterilla y me pongo un video de YouTube. O agendo en mi calendario una clase del centro de yoga del barrio para ir a probar. O si quiero meditar, me siento en el zafú 11′ en silencio. O miro por la ventana de mi habitación y veo cómo se mueve el mundo.
El momento justo es aquí & ahora; sin pensarlo.

